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TEXTOS: Los Vientos

Buscando Sur para mi vida voy y encuentro una cuchara. En el principio sólo había oscuridad, oscuridad que poco a poco cambiaba su textura. En la oscuridad se consumía un ascua de roble, el roble que levantaba del sueño a la familia que hace menos de dos milenios aún soñaba en el suelo mullido de paja y barro.Al principio sólo había oscuridad y en el silencio una canción sin letra, un nánáná de aquí, de allí o del otro lado. El olor a madera quemada se mezcló con el de la leche que también se quemaba en el fondo del cazo de porcelana.Y después vino la luz de cientos de años, y la palabra. Ciega aún, perpetrante. La abuela se levantaba con la noche para ir a ordeñar a Garbosa. Cuando yo me levantaba de la cama de lana aún llovía con fuerza fuera. El olor del invierno se colaba por las rendijas de la ventana de madera. La abuela ya había dispuesto un festín en la mesa de marmol de la cocina. “ Es el viento de Burgos, hija, por eso hace tanto frío”En el otro lado del mundo, nadie conocía aún esta historia, no había leche en la cocina, pero si arroz y té humeante. “Es el viento de China, hija, por eso hace tanto frío”. Hacía horas que los pescadores habían salido a faenar, sobre la mesa, una radio hablaba de guerras que acabarían llegando aquí tarde o temprano. Las dos abuelas confiaban en la frontera natural de las montañas que hacían de límite y barrera, pero también de refugio. Nunca había escuchado a nadie hablar en una lengua que no fuese la suya propia, igual que mi abuela.Pero una mañana llegó un japonés,un americano, un andaluz, o un vasco… y trajo cosas que nadie esperaba.Muchos hablaban de que los japoneses ya se habían instalado en el sur de la isla, podría haber sido cualquiera.Y vinieron los hijos, y luego también se fueron.
Cada mañana se cumplían ambos rituales. Buscando leña, horadando la tierra, alimentando animales. Al otro lado, buscando las hojas, lavando, hilando, tejiendo.En las tardes de Tifón, igual que en las de tormenta de nieve, el fuego era un aliado necesario.Sentados sobre el tatami, sentados sobre el banco de madera de castaño, hilando, hilando… la historia del mundo.
“Los Vientos. Sara Rodríguez Feito”

TEXTO E ILUSTRACIÓN: La Abuela y el cántaro

Mi abuela vivía con su madre, que era mujer de campo, trabajadora de la tierra, las lanas y las gredas, y algunos de sus hijos, entre ellas mi tía abuela. Ella me contó que cuando era niña, en la absoluta oscuridad en la que quedaban los cerros del arrayán, cerca de Quilimarí, cuando se ocultaba el sol, aparecía de vez en cuando una lucecita que volaba veloz y que se metía por debajo de la puerta y se subía a la cama de la abuela moviéndose y meneando el catre, sin parar, hasta desaparecer. Esto sucedió varias veces. El miedo les provocaba no querer mirar. Atinaban a esconderse bajo la ropa.

Se decía que esa lucecita le avisaba a la abuela que en la casa había un entierro que era para ella, que en algún lugar había enterrado oro. Pero la abuela, mujer supersticiosa, pensaba que todo eso era obra del diablo y que no había que hacer ni tal de buscar nada.
Una noche, cuando entró la lucecita, la enfrentaron y ésta huyó por debajo de la puerta. Al salir vieron que un viejo árbol estaba completamente en llamas. Lo miraron mucho rato hasta que se entraron. En la mañana fueron a ver el árbol y éste estaba entero, sin vestigio alguno de fuego.

Un día, pasaron por el lugar unos gitanos, que pedían a las gentes cosas y comida a cambio de leer la suerte. Pillaron a la abuela hilando, sentada en la puerta de la casa de barro cuando le dijeron:

_“ Señora, ¿quiere verse la suerte?

_ “Qué suerte voy a tener yo, si soy tan pobre”- dijo la abuela.

_”No mamita, usted está sentada en la plata”

Y fue ahí que los gitanos le pidieron permiso para cavar en la noche diciendo que si encontraban algo le darían la mitad. La abuela accedió y comenzaron a picar la tierra cerca de la casa. Miraban como trabajaban y uno de sus hijos se quedó ayudando hasta que se cansó y se fue a dormir.

En la mañana, ya no había nadie, ni nada. Lo único que encontraron fue, a los pies de la puerta, un hoyo con forma de cántaro. Desde ese día, lucecita nunca más apareció.

“La Abuela y el cántaro. Michael Contreras

TEXTOS: Un Cuentero Celestial

Conocí a don Eliecer Ordoñez por el año 2003, cuando junto a mi compañera decidimos irnos a vivir a las montañas en donde comienza el macizo colombiano y en donde nace el río Magdalena. Tierras llenas de mariposas y guacharacas, el ambiente ideal para entregarse a los placeres más sublimes de la especie humana.

Arrendamos una cabaña, apenas un ranchito de paredes de caña y barro, con piso de tierra y en la cual nos tocó convivir con una familia de chimbilacos o murciélagos nativos.

Don Eliecer era el dueño de todos esos terrenos, él era un ermitaño, un hombre rudo y solitario que vivía tranquilamente de sus sembradíos.

Al segundo día de estar allí instalados se apareció, simplemente venía a conversar. Yo debo confesar que para mí eso era lo peor que podía pasar, quería estar a solas con mi compañera, andar desnudos, amarnos, juguetear entre los cafetales, pero qué hacía ese don Eliecer en “mi casa” estropeando mis planes.

Salimos a conversar con él, como es la costumbre compartimos un café y él compartió sus cuentos.

Desde ese día y durante un año completo don Eliecer nos visitó sin faltar nunca a nuestra cita, compartimos cuentos mirando al cielo, piñas, mangos, guayabas, plátanos…y el café, por supuesto…cómo no recordar sus extensas charlas, sus anécdotas de vida, de caminante. Él a sus más de 80 años, tomaba el hacha y cortaba leña junto conmigo al mismo ritmo, para luego echarse al hombro severos troncos, todos los días. Él me regaló mi primer machete, fundamental en la montaña y al cabo de un tiempo disfrutaba yo tanto de sus visitas que construí un lugar especial para sentarnos a la orilla del acantilado y allí los dos solos, fumábamos y venían los cuentos….

Un día me preguntó por unos animales extraños que él siempre veía y no conocía y quería que yo le dijese qué eran.

cuáles? le pregunte yo.

y él apuntó a las nubes y me dijo : esos.

Él se creía que las nubes eran animales que viajaban de acá para allá…

y yo le dije que no, obvio, que eran agua, agua evaporada

y él se río y me dijo: que va….eso dirán…jajaja

Al recordar esto sigo con mis ojos nublados por las lágrimas, pero ahora creo que no, que son un poco de nubes que se me han metido allí, un poco de agua que viene viajando desde esas montañas en donde está mi amigo el cuentero celestial.

Mariano Francisco Gallardo Perez


TEXTOS: Tres generaciones y un poema

No tuve la suerte de conocer a mis abuelos paternos, pues ambos fallecieron antes de que yo naciera. Pero de niño siempre escuché de los mayores que mi abuelo materno, quién se llamaba Alfredo Araya Úbeda, era muy dado a recitar. Era un viejo bohemio, de muy buen porte que en sus tiempos mozos, entre otras cosas, fue boxeador. Y cuando el viejo bebía unas copitas de más, le daba por recitar esta poesía, La Leyenda del Parrón. Además, impuso como tarea que la memorizaran todos mis tíos y mi madre cuando eran pequeños. En total eran 12 hermanos, pero el viejo tenía paciencia y cada cierto tiempo los reunía en el salón de la casa y los conminaba a declamar los versos. Convengamos en que la gran mayoría de mis tíos, quienes además, casi por cuestiones mágicas, tenían nombres bastante extravagantes, nunca lograron aprender de memoria esa enorme cantidad de palabras. Al final, uno solo de ellos, quien falleció hace tres años, llamado Harold, fue el héroe y logró declamar todos los versos sin cometer ni un solo error. Mi abuelo, dicen, se sintió muy orgulloso por eso y cuando mi tío ya era un hombrecito, acostumbraban a recitarla juntos en las reuniones familiares o fiestas de amigos.
Pues bien, a mí se me dio el gusto por la escritura desde muy niño y, por tanto, me admiré sobremanera cuando en algún momento escuché a mi tío Harold recitar esta hermosa poesía. A la edad de 13 años me propuse aprenderla de memoria, pero sin contarle a nadie. El problema era que en esos años no contábamos con la tecnología actual y se me hizo muy, pero muy difícil hallar el texto. De hecho, ya había desistido de conseguirla. En ese tiempo yo estudiaba en el Liceo Eduardo de la Barra, que hace poco cumplió 150 años de vida, y le había comentado el caso a mi compañero de banco, de nombre Mauricio y que desde hace unos años vive en México, quien un día cualquiera llegó con un viejo pasquín al salón de clases. Me miró y me dijo: «Mira lo que te traje. Lo hallé en casa de mi abuela». Y claro, se trataba de una suerte de cuadernillo donde había de todo un poco, pero en la sección literaria, publicaban La Leyenda del Parrón. Al fin la tenía entre mis manos. Y así fue como días tras día la estudié hasta aprenderla de memoria. Y tuve la suerte de mostrarle mi osadía a mi querido tío Harold, con quien, además, la pude recitar alguna vez.
La poesía en cuestión habla de un crimen sucedido en una estancia, y es un viejo el que la relata a todos los presentes, mientras beben y comparten alrededor de un fogón. Alcanza momentos de hondo dramatismo y realmente es muy bella.

Fabián Yévenes